CUENTOS CRISTIANOS:
UNA
FUENTE DE
ESPIRITUALIDAD
Laureano Benítez
Grande-CaballeroPublicada por Ediciones Desclée de Brouwer, 2010 para pedidos de la obra, pulse aquí
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SELECCIÓN DE CUENTOS RECOGIDOS
EN EL LIBRO
Una historia de
fe
Había una vez un burro
que no tenía más que piel y huesos. Sus amos anteriores jamás le habían tratado
bien, pero ahora que le habían comprado para llevar a una joven pareja a Belén
sentía que las cosas mejoraban. Sus nuevos amos le daban de comer, le abrevaban
e incluso a veces le daban palmaditas. Comenzó a experimentar una sensación de
paz y de alegría que venía de ese feliz matrimonio. Aunque no podía explicarlo,
sentía que no eran un matrimonio corriente:
«Puede que no sea más
que un burro», pensaba para sí mismo, «pero estoy seguro de que hay algo muy
diferente en estos dos que hace que no sean seres humanos
corrientes».
Al llegar a Belén, como
no encontraron sitio en ninguna posada tuvieron que refugiarse en un viejo
establo maloliente. Pero incluso allí no fueron bien recibidos. Los animales que
ya vivían en el lugar se mostraron sumamente antipáticos con el jumento,
burlándose de su aspecto.
El niño nació alrededor
de la medianoche, y muy poco después llegó una multitud de pastores de los
campos vecinos, que comenzaron a hacer reverencias al recién nacido, tratándole
como si fuera un rey. Los demás animales se enfadaron mucho, diciendo que
aquella familia no era más que un grupo de mendigos, que no tenían otra cosa
mejor que ese estúpido jumento.
El borrico, molesto por
sus comentarios, decidió sumar su voz a la de aquellos pastores, rebuznando lo
mejor que supo: «¡Hosanna! ¡Bienvenido, Señor! Yo sé que tú eres esas cosas y
mucho más».
«No seas estúpido», le
cortó un perro, «¿cómo es posible que un bebé como ése sea el Cristo? ¡Ni
siquiera tiene una ropa decorosa!»
«Porque es verdad»,
replicó el borrico. «Estoy seguro. Lo siento en mis huesos. Sé que este niño es
nuestro salvador. Sencillamente lo sé. ¡Lo sé! ¡Lo sé!».
Pasó el tiempo, pero el
jumento siempre recordaba aquella noche. Treinta años después, alguien vino al
establo donde vivía por entonces, le desató, y se lo llevó. Después de un rato,
llegaron a la entrada de Jerusalén, que estaba concurrida por una gran
muchedumbre. Una vez allí, Jesús subió encima de él, mientras la multitud lo
aclamaba dando vítores y agitando ramos de palmera:
«¡Hosanna! ¡Dios
bendiga al rey que viene en nombre del Señor!»
Varios animales
testigos de esta escena miraban con envidia al estúpido borriquillo que parecía
haberse convertido en el centro de atención:
«¿Por qué nuestro
salvador y rey ha escogido montar un jumento?», se preguntaron un caballo a
otro. «¿No somos nosotros mucho más inteligentes, más respetables y honorables
que ese ridículo animal?»
El burro seguía
avanzando, feliz de llevar a su precioso viajero. A cada paso asentía con la
cabeza, como mostrando su acuerdo con todo lo que gritaban. Y continuamente se
repetía para sus adentros:
«¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
¡Lo sabía!»
*****
Una cruz a la medida
Se cuenta que un hombre caminaba por el rumbo
de la vida cargando su cruz sobre sus hombros. De repente se le apareció un
señor muy imponente, vestido con un extraño traje rojo, que le
dijo:
—Pero, hombre, ¿qué estás haciendo con
semejante cruz encima? No tiene sentido. ¿Por qué no le cortas un poco los
extremos, y así la carga se te hará más liviana?
El hombre, luego de pensarlo por un breve
momento, creyó que ésa era una buena idea para evitar tanto esfuerzo. Fue así
que limó los extremos de la cruz y siguió caminando.
A los pocos metros, el señor de rojo se hizo
presente otra vez.
—Pero, ¿no oíste lo que te dije, amigo? No la
has achicado casi nada. Córtale las puntas un poco más. Estás arrastrando una
cruz demasiado pesada pudiendo sacrificarte menos para llevarla. ¡No seas
tonto!
Y el hombre esta vez cortó los extremos de la
cruz. Sintiéndose ahora un poco más aliviado, continuó su camino. Ya el tamaño
de la cruz había disminuido notablemente y el hombre podía cargarla con más
comodidad.
Al poco tiempo de avanzar, el señor de rojo
volvió a cruzarse ante él y le insistió:
—Vamos... Córtale los extremos todavía más.
Mientras más chica sea la cruz, menos va a costarte llevarla.
Entonces el hombre se detuvo y volvió a
cortarle los extremos, hasta que pudo cargarla con una sola mano.
Siguió caminando y, a medida que avanzaba,
pudo divisar una gran luz blanca al final del camino. Cuando llegó a este punto
vio que Dios le estaba aguardando.
—Bienvenido, hijo mío, al umbral de la Gran
Puerta del Paraíso.
—Pero, Dios... ¿Dónde está la puerta, que no
la veo?
Y el Señor, con su dedo índice apuntando
hacia arriba, señaló una puerta en lo alto y le dijo:
—Es aquella que está allá en las alturas. ¿La
ves ahora? Bueno, para entrar sólo debes abrirla.
Evidentemente, abrir la puerta no era el
inconveniente, pero sí lo era alcanzarla.
—Pero, Señor, ¿cómo hago para subir tan
alto?
—Para eso tienes la cruz. Debes apoyarla
sobre esta pared y así podrás escalar hasta la puerta. Esta cruz que has estado
cargando durante toda tu vida tiene la medida exacta para que llegues a la
Puerta del Cielo. De otra forma es imposible.
—Pero, Señor, ... Es que mi cruz ya no tiene
ese tamaño. Yo le hice caso a un señor de traje rojo que durante todo mi camino
estuvo acechándome, tratando de convencerme para que yo mismo me facilitara las
cosas. Y me convenció, así que hice mi carga más liviana por consejo de
él.
—Ay, hijo mío... Te has dejado tentar y mira
ahora lo que te ha pasado. ¿Te das cuenta que al final de todo las malas
influencias terminan perjudicándote?
*****
La mejor cruz
Cuentan que un
hombre un día le dijo a Jesús:
—Señor: ya estoy cansado de llevar la misma cruz en
mi hombro, es muy pesada y muy grande para mi estatura.
Jesús amablemente le dijo:
—Si
crees que es mucho para ti, entra en ese cuarto y elige la cruz que más se
adapte a ti.
El
hombre entró y vio una cruz pequeña, pero muy pesada, que se le encajaba en el
hombro y le lastimaba, buscó otra, pero era muy grande y muy liviana y le hacía
estorbo; tomó otra, pero era de un material que raspaba; buscó otra, y otra, y
otra.... hasta que llegó a una que sintió que se adaptaba a él. Salió muy
contento y dijo:
—Señor, he encontrado la que más se adapta a mí:
muchas gracias por el cambio que me permitiste.
Jesús le mira sonriendo y le
dice:
—No
tienes nada que agradecer: has tomado exactamente la misma cruz que traías. Tu
nombre está inscrito en ella. Mi Padre no permite más de lo que no puedas
soportar, porque te ama y tiene un plan perfecto para tu vida.
La voluntad de Dios
Una antigua leyenda noruega cuenta acerca
de un hombre llamado Haakon, que cuidaba una ermita a la que acudía la gente a
orar con mucha devoción. En esta ermita había una cruz muy antigua. Muchos
acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. Un día, el ermitaño Haakon
quiso pedirle un favor, guiado por un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la
cruz y dijo: «Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero
reemplazarte en la cruz». Y se quedó fijo con la mirada puesta en la efigie,
como esperando la respuesta. El Señor abrió sus labios y habló... Sus palabras
cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:
―Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con
una condición.
―¿Cuál,
Señor? ―preguntó con acento suplicante
Haakon―. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda,
Señor!
―Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas,
has de guardar silencio siempre.
Haakon contestó: “¡Os lo prometo, Señor!” Y se
efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño,
colgado con los clavos en la cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste por largo tiempo cumplió el
compromiso. A nadie dijo nada.
Pero, un día, llegó un rico. Después de haber orado,
dejó olvidada allí su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando
un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni
tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle
su gracia antes de emprender un largo viaje.
Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca
de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El
rico se volvió al joven y le dijo iracundo:
―¡Dame la bolsa que me has robado!
El
joven, sorprendido, replicó:
―¡No he robado ninguna bolsa!
―¡No mientas, devuélvemela enseguida! ―insistió el
rico.
―¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa! ―afirmó
el muchacho.
El rico arremetió furioso contra él. Sonó
entonces una voz fuerte: “¡Detente!” El rico miró hacia arriba y vio que la
imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, defendió al
joven, e increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado, y salió
de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su
viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a
su siervo y le dijo:
―Baja de la cruz. No sirves para ocupar mi puesto.
No has sabido guardar silencio.
―Señor ―dijo Haakon―, ¿Cómo iba a permitir esa
injusticia?
Se
cambiaron los oficios. Jesús ocupó la cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante
la cruz. El Señor siguió hablando:
―Tú
no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el
precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía
necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba
a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él
resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha
perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé, y por eso callo.
Y el Señor nuevamente guardó silencio.
*****
Las huellas
Una
noche soñé que caminaba a lo largo de una playa acompañado por Dios.
Durante la caminata muchas escenas de mi vida fueron
proyectándose en la pantalla del cielo.
Según iban pasando cada una de esas escenas, notaba
que unas huellas se formaban en la arena.
A
veces aparecían dos pares de huellas, otras solamente aparecía un par de
ellas.
Esto me preocupó grandemente, porque pude notar que
durante las escenas que reflejaban etapas tristes en mi vida, cuando me hallaba
sufriendo de angustias, penas o derrotas, solamente podía ver un par de huellas
en la arena.
Entonces le dije a Dios: «Señor, tú me prometiste
que, si te seguía, tú caminarías siempre a mi lado. Sin embargo, he notado que
durante los momentos más difíciles de mi vida sólo había un par de huellas en la
arena: ¿Por qué cuando más te necesitaba no estuviste caminando a mi lado?»
El
Señor me respondió: «Las veces que has visto sólo un par de huellas en la arena,
hijo mío... ha sido cuando te he llevado en mis brazos».
¡Dios existe!
Un
hombre fue a una barbería a cortarse el cabello y recortarse la barba. Como es
costumbre en estos casos, entabló una amena conversación con la persona que le
atendía.
Hablaban de muchas cosas y tocaron muchos temas. De
pronto tocaron el tema de Dios, y el barbero dijo:
―Fíjese,
caballero, que yo no creo que Dios exista, como usted dice.
―Pero, ¿por
qué dice usted eso? ¾preguntó el cliente.
―Pues es
muy fácil, basta con salir a la calle para darse cuenta de que Dios no existe; o
dígame: ¿acaso, si Dios existiera, habría tantos enfermos, tanta gente
hambrienta, tantas personas que sufren? Si Dios existiera no habría sufrimiento
ni tanto dolor para la humanidad; yo no puedo pensar que exista un Dios que
permita todas estas cosas.
El
cliente se quedó pensando un momento, pero no quiso responder para evitar una
discusión. El barbero terminó su trabajo y el cliente salió del negocio. Justo
al salir, vio en la calle a un hombre con la barba y el cabello largo; al
parecer, hacía mucho tiempo que no se lo cortaba y se veía muy
desarreglado.
Entonces entró de nuevo a la barbería y le dijo al
barbero.
―¿Sabe una
cosa?: los barberos no existen.
―¿Cómo que no
existen? ¾preguntó el barbero¾: aquí estoy yo, y soy barbero.
―¡No!
―dijo el
cliente― no
existen porque, si existieran, no habría personas con el pelo y la barba tan
larga como la de ese hombre que va por la calle.
―¡Ah!, los
barberos sí existen, lo que pasa es que esas personas no vienen hacia mí.
―¡Exacto! ―dijo el cliente― ese es el punto: Dios SÍ existe; lo que pasa es que
las personas no van hacia Él y no le buscan. Por eso hay tanto dolor y
miseria.
Querido bambú
Había una
vez un maravilloso jardín, situado en el centro de un campo. El dueño
acostumbraba pasear por él al sol de mediodía. Un esbelto bambú era el más bello
y estimado de todos los árboles de su jardín. Este bambú crecía y se hacía cada
vez más hermoso. Él sabía que su Señor lo amaba y que él era su
alegría.
Un día, su dueño, pensativo, se aproximó a él y, con
sentimiento de profunda veneración, el bambú inclinó su imponente cabeza. El
Señor le dijo:
«Querido bambú, Yo necesito de ti».
El bambú respondió:
«Señor, estoy dispuesto; haz de mí lo que quieras».
El bambú estaba feliz. Parecía haber llegado la gran
hora de su vida: su dueño necesitaba de él,
y podría servirle. Con su voz grave, el Señor le dijo:
«Bambú, sólo podré usarte podándote».
«¿Podar? ¿Podarme a mí, Señor?... ¡Por favor, no
hagas eso! Deja mi bella figura: tú ves cómo todos me admiran».
«Mi amado bambú» ―la voz del Señor se volvió mas
grave todavía―, «no importa que te admiren o no te admiren... si yo no te
podara, no podría usarte».
En el jardín, todo quedó en silencio, y hasta el
viento contuvo la respiración. Finalmente, el bello bambú se inclinó y susurró:
«Señor, si no me puedes usar sin podar, entonces haz
conmigo lo que quieras».
«Mi querido bambú, también debo cortar tus
hojas...»
El sol se
escondió detrás de las nubes... unas mariposas volaron asustadas... El bambú,
temblando y a media voz dijo:
«Señor, córtalas...»
«Todavía no es suficiente, mi querido bambú» ―dijo
el Señor nuevamente―: «debo además cortarte por el medio y sacarte el corazón.
Si no hago esto, no podré usarte».
«Por favor, Señor» ―dijo el bambú― «Si haces eso...
¿Cómo podré vivir sin corazón?»
«Debo sacarte el corazón; de lo contrario, no podré
usarte» ―insistió el dueño.
Hubo un profundo silencio... algunos sollozos y
lágrimas cayeron. Después, el bambú se inclinó hasta el suelo y dijo:
«Señor:
poda, corta, parte, divide, saca mi corazón... tómame por entero».
El Señor deshojó, el Señor arrancó, el Señor partió,
el Señor sacó el corazón.
Después, llevó al bambú y lo puso en medio de un
árido campo y cerca de una fuente donde brotaba agua fresca. Ahí el Señor acostó
cuidadosamente en el suelo a su querido bambú; ató una de las extremidades de su
tallo a la fuente y la otra la orientó hacia el campo. La fuente cantó dando la
bienvenida al bambú. Las aguas cristalinas se precipitaron alegres a través del
cuerpo despedazado del bambú... corrieron sobre los campos resecos que tanto
habían suplicado por ellas. Ahí se sembró trigo, maíz y soja, y se cultivó una
huerta. Los días pasaron y los sembrados brotaron, crecieron y todo se volvió
verde... y vino el tiempo de la cosecha. Así, el tan maravilloso bambú de antes,
en su despojo, en su aniquilamiento y en su humildad, se transformó en una gran
bendición para toda aquella región.
Cuando él era grande y
bello, crecía solamente para sí y se alegraba con su propia imagen y belleza. En
su despojo, en su aniquilamiento, en su entrega, se volvió un canal del cual el
Señor se sirvió para hacer fecundas sus
tierras. Y muchos, muchos hombres y mujeres encontraron la vida y vivieron de
este tallo de bambú podado, cortado, arrancado y partido.
*****
Una clase de
cocina
Hacía rato que José se paseaba de un lado al
otro de la casa sin dejar de mirar el reloj. Eran las 12 de la noche, su hija
aún no había regresado y su angustia aumentaba por momentos.
De repente, se abrió la puerta y apareció
ella, con sus ojos anegados en lágrimas. José la miró y, adelantándose hacia
ella, la apretó fuerte y amorosamente contra su pecho, sin decirle nada. Las
preguntas vendrían después, él sabía que
cualquier cosa que pudiera decir en aquel momento podría ser
contraproducente…
Pero no hizo falta, la joven empezó a hablar
con su padre, quejándose entre sollozo y sollozo acerca de su vida y de los
obstáculos que incomprensiblemente le surgían al paso y de lo difícil que era
para ella alcanzar las metas que se fijaba, por más que se había preparado:
finalmente, habían desechado su solicitud para aquel puesto de
trabajo…
José
la escuchaba atentamente y la dejaba hablar, reteniendo en su memoria
todo cuanto ella decía, para ayudarla en el momento oportuno, que él sabía que
no era aquél; volcando en ella, eso sí, toda su ternura, porque sabía de la
importancia que supone el poder desahogar el corazón de todo cuanto le oprime
para poder empezar a buscar soluciones…
Eran cerca de la una de la madrugada cuando
se retiraron cada uno a su dormitorio.
Pero pasaban las horas y José seguía sin poder conciliar el sueño, porque en su pensamiento se repetía una y otra vez una de las frases que había dicho su hija: «Ya no sé que hacer papá, en ocasiones me siento que voy a desfallecer, me siento con deseos de renunciar a todo, a veces incluso hasta a la propia vida. Me siento cansada de luchar. Cuando un problema se resuelve, otro nuevo surge...»
Hasta que, finalmente, vio cómo podía ayudar
a su hija, pero de una manera práctica, y la solución se la ofrecía su mismo
trabajo.
José tenía un pequeño restaurante en el cual
hacía de cocinero. Así es que, mientras desayunaban, le dijo a su hija:
—Hoy me acompañarás y me ayudarás en la
cocina.
Al llegar al restaurante ambos se pusieron
dos delantales, y el padre llenó tres cazuelas pequeñas con agua y las puso a
calentar al fuego, mientras le decía a su hija que no se moviese de su lado y
estuviese atenta. Cuando el agua comenzó a hervir, el hombre colocó dentro de la
primera zanahorias, dentro de la segunda huevos y, dentro de la tercera, granos
de café. Los ingredientes quedaron así cocinándose por varios minutos, mientras
que la impaciente hija se preguntaba cuál era el significado de todo
aquello…
Al cabo de veinte minutos el padre apagó los
hornillos. Sacó una zanahoria de la cazuela y la colocó en un bol; hizo lo mismo
con un huevo y, finalmente, tomó una tacita y la llenó de café.
Dirigiéndose a su hija, le preguntó:
—¿Hija, que ves?
—Veo una zanahoria, un huevo y café. —le respondió ella, asombradísima ante
aquella pregunta.
Entonces José le pidió a su hija que alargara
la mano y tocara la zanahoria. Al hacerlo notó que la zanahoria estaba blanda y
suave. A continuación le pidió que tomara el huevo y lo rompiera. Al quitarle la
cáscara al huevo encontró que el interior del mismo se había endurecido. Y, por
último, le pidió que probara el café. Y ella así lo hizo, deleitándose con su
exquisito sabor y su rico aroma.
Entonces la hija, volviéndose hacia su padre,
le preguntó:
—¿Qué me quieres decir con todo esto,
papá?
—Verás hija: cada uno de estos ingredientes
se ha enfrentado a la misma adversidad, al agua caliente; sin embargo, cada uno
de ellos ha reaccionado de manera distinta. La zanahoria ha ido al agua dura y
fuerte, pero después de unos minutos se ha puesto blanda y débil. El huevo ha
ido al agua con fragilidad; su líquido interior estaba protegido por una débil
cáscara pero, después de haber experimentado el agua caliente, su interior se ha
endurecido. Sin embargo, los granos de café han sido distintos: después de estar
en el agua caliente, los granos han transformado el agua en café.
»Dime: ¿cuál de ellos eres tú hija mía? ¿Eres
la zanahoria que por fuera aparenta dureza y fortaleza, pero que con el fuego de
la prueba se ablanda y pierde su fortaleza de carácter?
»¿O tal vez eres el huevo, que al comienzo es
suave en su interior, pero el fuego de un fracaso, de una separación, una
enfermedad, una muerte, lo endurece y, aunque por fuera parezca el mismo, por
dentro se has endurecido y ahora tiene un corazón amargado?
»¿O eres como los granos de café? No sé si
sabes que, para que el grano de café suelte todo su sabor, el agua tiene que
calentarse a 100 grados centígrados; o sea, que mientras más caliente, más sabor
le da al agua, hasta transformarla en café, en un delicioso y aromático café. Si
tú eres como el grano de café y en esos momentos dejas que Jesús entre a formar
parte de tu prueba, de tu sufrimiento, de tu adversidad, si te confías a Él, y
te abandonas en su Amor, el amor de Jesús te transformará en Él y tu sufrimiento
se acabará transformando en una ofrenda agradable al Padre, y acabarás haciendo
de esa prueba, de esa adversidad, una alabanza, un himno de acción de gracias al
Señor, pues todo cuanto Él permite que nos suceda es para nuestro bien, y
desprenderás allí donde estés ese delicioso aroma de Jesús.
¿Cuál eres tú cuando la adversidad, cuando la
prueba golpea a tu puerta?, ¿cómo respondes?: ¿como las zanahorias, como los
huevos, o como el café?
*****
Los ingredientes del bizcocho
Un
niño le contaba a su abuelita que todo iba mal: tenía problemas en la escuela,
no se llevaba bien con la familia, y con frecuencia tenía enfermedades.
Entretanto, su abuela confeccionaba un bizcocho.
Después de escucharlo, la abuelita le dice:
—¿Quieres una merienda?
A lo
cual el niño le contesta:
—¡Claro que sí!.
—
Toma, aquí tienes un poco de aceite de cocinar.
—
¡Puaf! —dice el niño, con un gesto de asco.
—
Entonces, ¿qué te parecen un par de huevos crudos?
—
Arrr, ¡abuela! ¡No me gustan los huevos crudos!
—
Entonces, ¿prefieres un poco de harina de trigo, o tal vez un poco de
levadura?
—
Abuela, ¿te has vuelto loca?, ¡todo eso sabe horrible!
Con
una mirada bondadosa, la abuela le responde:
—Sí,
todas esas cosas saben horrible, cada una aparte de las otras. Pero si las pones
juntas en la forma adecuada, haces un delicioso bizcocho. Dios trabaja de la
misma forma. Muchas veces nos preguntamos por qué nos permite andar caminos y
afrontar situaciones tan difíciles. ¡Pero cuando Dios pone esas cosas en su
orden divino, todo obra para bien! Solamente tenemos que confiar en Él y, a la
larga— veremos que Dios hace algo maravilloso.
*****
El muñeco de sal
Érase una vez un muñeco de sal. Había andado mucho
por tierras cálidas y áridos desiertos. Un día llegó a la orilla del mar. Nunca
había visto el mar, por eso no acertaba a comprenderlo.
—¿Quién eres? —preguntó el muñeco.
—Yo soy el mar.
—Pero... ¿qué es el mar? —volvió a preguntar el
muñeco.
—Yo —respondió el mar.
—No lo entiendo —musitó tristemente el muñeco. Luego
añadió—: me gustaría mucho comprenderte. ¿Qué tengo que hacer?
—Es muy sencillo: tócame. —Le contestó el mar.
Tímidamente, el muñeco tocó el mar con la punta de
los dedos de los pies. Comenzó a
comprender el misterio del mar.... Pero se asustó, al comprobar que las puntas
de sus pies habían desaparecido.
—Mar, ¿qué me hiciste? —preguntó llorando.
—Me has dado algo para poder comprenderme —contestó
el mar.
El muñeco de sal se quedó largo tiempo pensativo...
Luego comenzó a deslizarse lenta y suavemente en el mar, como quien fuera a
realizar el acto más importante de su vida de peregrino. A medida que entraba en
el agua, se iba deshaciendo y diluyendo, poco a poco... a la vez que seguía
preguntándose:
—¿Qué es el mar?... ¿Qué es el mar?...
Hasta que una ola lo absorbió por entero. En ese
momento final, el muñeco de sal hizo suya la respuesta del mar:
—Soy yo: yo soy el mar.
*****
El bordado de Dios
Cuando yo era pequeño, mi madre solía coser mucho.
Yo me sentaba cerca de ella y le preguntaba qué estaba haciendo. Ella me
respondía que estaba bordando.
Como yo era pequeño, observaba el trabajo de mi
madre desde abajo, por eso siempre me quejaba diciéndole que sólo veía hilos
feos. Le preguntaba por qué ella usaba algunos hilos de colores oscuros y porqué
me parecían tan desordenados desde donde yo estaba. Ella me sonreía, miraba
hacia abajo y me decía: «Hijo, ve afuera a jugar un rato, y cuando haya
terminado mi bordado te pondré sobre mi regazo para que lo veas desde
arriba».
Así
lo hice. Al cabo de un rato, escuché la voz de mi madre llamándome. Cuando me
senté en su regazo, me sorprendió y emocionó ver hermosas flores y bellos
atardeceres en el bordado. No podía creerlo, pues antes desde abajo sólo veía
hilos enredados. Entonces mi madre me decía: «Hijo mío, desde abajo se veía
confuso y desordenado, pero no te dabas cuenta de que había un plan arriba. Yo
tenía un hermoso diseño. Ahora míralo desde mi posición, qué bello es».
*****
El Rey del Himalaya
Un
día, un gran Rey que tenía sus tierras al sur del Himalaya fue visitado por un
embajador de Persia que le obsequió con una hermosa espada labrada a mano.
Mientras admiraba todo el trabajo hecho en el sable, el Rey se cortó
accidentalmente el extremo de su dedo pequeño. Como el Rey estaba sufriendo esta
pérdida, su ministro dio un paso hacia el trono y le dijo:
―Vuestra
Alteza Real no debe lamentarse por la pérdida de la punta de su dedo, pues
siempre todo está dispuesto por Dios.
Al
escuchar estas palabras de su ministro, el Rey se sintió muy enfadado, y dijo:
―No puedes
apreciar la pérdida de mi dedo porque es mi dedo el que se ha perdido, y no el
tuyo. Mejor sería que retiraras lo que has dicho, no sea que pierdas algo más
que la punta de un dedo.
―Su
Majestad, le hablo con la verdad de mi corazón ―le
contestó el ministro―, y en
consecuencia no puedo retirar lo que he dicho, pues ciertamente todo está
dispuesto por Dios, aunque su Majestad
puede actuar como le dicte su conciencia.
El
Rey, fuera de sí, lleno de ira por semejante irreverencia, llamó a sus soldados
para que le detuvieran y le encarcelaran.
Poco después llegó el día de la caza, momento en el
que habitualmente el Rey era acompañado por su ministro. Como éste estaba en
prisión, el Rey marchó solo. Sucedió que, una vez adentrado en las selvas, el
Rey fue atacado y capturado por una banda de caníbales salvajes. Luchando por su
vida, el Rey fue arrastrado hasta el lugar donde se hacían los preparativos y
rituales para los sacrificios humanos. Fue desnudado y bañado en aceites
sagrados, y después fue conducido al altar de los sacrificios. Momentos antes de
ser inmolado, el alto sacerdote advirtió que le faltaba la punta de un dedo.
―Este
hombre no es apto para ser sacrificado ―dijo el
sacerdote―, le falta
la punta de su dedo y por tanto no es completo, así que es inaceptable.
De
esta forma fue llevado a lo profundo del bosque, y se le dejó marchar.
El
Rey recordó emocionado las palabras de su ministro y, cuando llegó al palacio,
fue directamente a los calabozos a liberar a su ministro.
―Tú dijiste
la verdad ―dijo el
Rey―: si no
hubiera tenido cortada la punta de mi dedo hubiera sido sacrificado y devorado
por esos caníbales. Seguramente Dios dispuso salvar mi vida. Pero hay algo que
no entiendo... ¿por qué Dios dispuso que te pusiera en prisión de manera
injusta? ¿También esto venía de Dios?
―Sí
―contestó
el ministro―: si no me
hubieras puesto en prisión yo te hubiera acompañado en la cacería, como siempre
hacíamos, y me habrían capturado contigo. Puesto que mi cuerpo está completo y
sano, yo hubiera sido sacrificado en tu lugar, ya que a ti se te consideró no
apto.
*****
El naúfrago
El
único superviviente de un naufragio llegó a una isla deshabitada. Pidió
fervientemente a Dios ser rescatado, y cada día divisaba el horizonte en busca
de una ayuda que no llegaba. Cansado, optó por construirse una cabaña de madera
para protegerse de los elementos y guardar sus pocas pertenencias.
Un
día, tras merodear por la isla en busca de alimento, cuando regresó a la cabaña
la encontró envuelta en llamas, con una gran columna de humo levantándose hacia
el cielo. Lo peor había ocurrido: lo había perdido todo y se encontraba en un
estado de desesperación y rabia.
―¡Oh Dios!,
¿cómo puedes hacerme esto? ―se
lamentaba.
Sin
embargo, al amanecer del día siguiente se despertó con el sonido de un barco que
se acercaba a la isla. Habían venido a salvarlo.
―¿Cómo
supieron que estaba aquí? ―preguntó a
sus salvadores.
―Vimos su
señal de humo ―contestaron ellos.
Es
muy fácil descorazonarse cuando las cosas marchan mal, recuerda que cuando tu
cabaña se vuelva humo, puede ser la señal de que la ayuda está en camino.
*****
Aguanta un poco
más
Se
cuenta que en Inglaterra había una pareja que gustaba de visitar las pequeñas
tiendas del centro de Londres. Un día, al entrar en una de ellas se quedaron
prendados de una hermosa tacita. «¿Me permite ver esa taza?», preguntó la
señora, «¡nunca he visto nada tan fino!»
En
las manos de la señora, la taza comenzó a contar su historia: «Debe saber que yo
no siempre he sido la taza que usted está sosteniendo. Hace mucho tiempo yo era
sólo un poco de barro. Pero un artesano me tomó entre sus manos y me fue dando
forma. Llegó el momento en que me desesperé y le grité: “¡Por favor... déjeme ya
en paz...!” Pero mi amo sólo me sonrió y me dijo: “Aguanta un poco más, todavía
no es tiempo”.
»Después me puso en un horno. ¡Nunca había sentido
tanto calor!.... toqué a la puerta del horno y a través de la ventanilla pude
leer los labios de mi amo que me decían: “Aguanta un poco más, todavía no es
tiempo”.
»Cuando al fin abrió la puerta, mi artesano me puso
en un estante. Pero, apenas me había refrescado, me comenzó a raspar y a lijar.
No sé cómo no acabó conmigo. Me daba vueltas, me miraba de arriba abajo... Por
último, me aplicó meticulosamente varias pinturas... Sentía que me ahogaba. “Por
favor, déjeme en paz”, le gritaba a mi artesano; pero él sólo me decía: “Aguanta
un poco más, todavía no es tiempo”.
»Al
fin, cuando pensé que había terminado aquello, me metió en otro horno, mucho más
caliente que el primero. Ahora sí pensé que terminaba con mi vida. Le rogué y
le imploré a mi artesano que me respetara, que me sacara, que si se había vuelto
loco. Grité, lloré... pero mi artesano sólo me decía: “Aguanta un poco más,
todavía no es tiempo”.
»Me pregunté entonces si había esperanza... si lograría
sobrevivir aquellos malos tratos y abandonos. Pero por alguna razón aguanté todo
aquello. Fue entonces cuando se abrió la puerta y mi artesano me tomó
cariñosamente y me llevó a un lugar muy diferente. Era precioso. Allí todas las
tazas eran maravillosas, verdaderas obras de arte, resplandecían como sólo
ocurre en los sueños. No pasó mucho tiempo cuando descubrí que estaba en una
tienda elegante y ante mí había un espejo. Una de esas maravillas era yo. ¡No
podía creerlo! ¡Esa no podía ser yo!
»Mi
artesano entonces me dijo: “Yo sé que sufriste al ser moldeada por mis manos,
pero mira tu hermosa figura; sé que pasaste terribles calores, pero ahora
observa tu sólida consistencia; sé que sufriste con las raspadas y pulidas, pero
mira ahora la finura de tu presencia... y la pintura te provocaba náusea, pero
contempla ahora tu hermosura...¿Preferirías ahora que te hubiera dejado como
estabas? ¡Ahora eres una obra terminada! ¡lo que imaginé cuando te comencé a
formar!”».
*****
Los tres árboles
Érase una vez 3 árboles pequeños en la
cumbre de una montaña que soñaban sobre lo que querían llegar a ser cuando
fueran grandes. El primer
arbolito miro hacia las estrellas y dijo:
—Yo
seré el baúl más hermoso del mundo, para poder guardar tesoros. Quiero estar
repleto de oro y estar lleno de piedras preciosas.
El
segundo arbolito miró un pequeño arroyo dirigiéndose al océano y
dijo:
—Yo
quiero viajar a través de aguas temibles y llevar reyes poderosos sobre mí. Yo
seré el barco mas importante del mundo.
El
tercer arbolito miró hacia el valle que estaba abajo de la montaña y vio a
hombres y mujeres trabajando.
—Yo
no quiero irme de la cima de la montaña nunca. Quiero crecer tan alto que cuando
la gente del pueblo me mire levanten su mirada al cielo y piensen en Dios. Yo
seré el árbol mas alto del mundo.
Los
años pasaron. Llovió, brilló el sol y los pequeños árboles crecieron
mucho.
Un
día, tres leñadores subieron a la cumbre de la montaña y derribaron los tres
árboles.
El
primer árbol se emocionó cuando el leñador lo llevó a una carpintería, pero el
carpintero lo convirtió en una caja de alimento para animales de granja. Aquel
árbol hermoso no fue cubierto con oro, ni llenado de tesoros, sino que fue
cubierto con polvo de la cortadora y llenado con alimento para animales de
granja.
El
segundo árbol sonrió cuando el leñador lo llevó cerca de un embarcadero, pero
ningún barco imponente fue construido ese día. En lugar de eso aquel árbol
fuerte fue cortado y convertido en un simple bote de pesca. Era demasiado chico
y débil para navegar en el océano, ni siquiera en un río, y fue llevado a un
pequeño lago.
Pero, una noche, una luz de estrella dorada
alumbró al primer árbol cuando una joven mujer puso a su hijo recién nacido en
el pesebre que habían construido con él.
—Este pesebre es hermoso para nuestro
hijo —dijo la mujer a su esposo, mientras la luz de la estrella alumbraba a la
madera suave y fuerte de la cuna. Y, de repente, el primer árbol supo que
contenía el tesoro mas grande del mundo.
Una
tarde, un viajero cansado y sus amigos subieron a un viejo bote de pesca. El
viajero se quedó dormido mientras el segundo árbol navegaba tranquilamente hacia
adentro del lago. De repente, una impresionante y aterradora tormenta llegó al
lago. El pequeño árbol se llenó de temor, porque sabía que no tenía la fuerza
suficiente para llevar a todos esos pasajeros a la orilla a salvo con ese viento
y esa lluvia.
El
hombre cansado se levantó, y alzando su mano dijo: «Calma». La tormenta se
detuvo tan rápido como comenzó. Y, de repente, el segundo árbol supo que en él
estaba navegando el Rey del cielo y de la tierra.
Algún tiempo después, un viernes por la
mañana el tercer árbol se extrañó cuando sus tablas fueron tomadas de un almacén
de madera olvidado. Se asustó al ser llevado a través de una impresionante
multitud de personas enfadadas. Se llenó de temor cuando unos soldados clavaron
las manos de un hombre en su madera. Se sintió feo, áspero y cruel.
Pero un domingo por la mañana, cuando el sol
brilló y la tierra tembló con júbilo debajo de su madera, el tercer árbol supo
que el amor de Dios había cambiado todo. Esto hizo que el árbol se sintiera
fuerte, pues cada vez que la gente pensara en el tercer árbol, ellos pensarían
en Dios. Eso era mucho mejor que ser el árbol mas alto del mundo.
La próxima vez
que te sientas deprimido porque no sucedió lo que tu querías, solo siéntete
firme, y se feliz porque Dios esta pensando en algo mejor para
darte!
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domingo, 17 de fevereiro de 2013
CUENTOS CRISTIANOS FUENTE DE ESPIRITUALIAD
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